MAMÁ

Descubro en Twitter una foto que no conocía, de Robert Cappa, de 1939, que retrata una refugiada española. Una hermosa composición, partida por una implícita línea diagonal, separa por un lado la botella vacía y un bolso de asas redondas, sorprendentemente moderno, pero sucio y sobrecargado, del que sale un hierro, como el mango de una herramienta. Sobre todo ello, en la mitad superior izquierda del acertado encuadre, arrancando desde un zapato negro, quizá charolado bajo el polvo y un infantil calcetín blanco, una pierna que no acierta a esconderse del frío bajo una cazadora masculina y serrana, de cuello de piel vuelta, arrugada, que domina la escena y conduce nuestra mirada al rostro. Su rostro de mueca inexistente refleja un agotamiento que no le permite ni gastar energía en una expresión, la mirada perdida, unas ojeras profundas muy llamativas en una cara tan joven. Y el rizo sobre su mejilla, abandonado, escapando de una melena coqueta y cuidada parece un signo de interrogación que se nos dirige insolente. Sacos ocupan el segundo plano, no acertamos a leer su sello, igual nos da, es poco probable que contengan lo que anuncian, paquetes cuadrados sin sellos ni identificaciones, le sirven de improvisado lecho, no sabe por cuánto tiempo, quizás unos minutos apenas.

mama

No es lo que me motiva, nunca me ha motivado en mi dedicación a los inmigrantes y otros refugiados ese rastro de mi pasado familiar — ¿o ese rastro familiar de mi pasado? –, el recuerdo de las historias que contaba mi abuela, las que contaba mi madre, mis tios. En los últimos días de una guerra perdida tuvieron que huir a Francia. Mi abuelo Emilio, al que no llegué a conocer, miembro destacado del partido republicano de Zaragoza, que se salvó de un fusilamiento sumario por milagro, pues el 17 de julio había llevado a la familia de vacaciones a Barbastro, con la intención de volver al día siguiente, y quedó así al otro lado de la improvisada frontera, tras la que se quedó para ingresar como teniente en el ejército leal y comenzar con su familia un periplo por varias localidades.  Castellón, donde mi madre contaba que había sobrevivido gracias a comer naranjas. Hay una foto suya, una niña escuálida pero sonriente entre naranjos, apenas sostenida por unas piernas de alambre. Barcelona, donde contaban que mi tío Luis, que no sobrevivió a una tuberculosis de posguerra alimentada por el trabajo con motores de carburo, el día que fue enrolado en Barcelona para recoger los restos de los bombardeos, no podía dejar de vomitar. Cómo mi madre recordaba que el día que entraron en Francia llevaba una perrita que el gendarme francés le permitió mantener con ella, violando las ordenanzas, al verla tan firmemente abrazada. Animal que mi abuelo había llevado a casa en el bolsillo de su guerrera, donde la presentó como una refugiada del frente de Teruel. Las historias de la huida, del campo de concentración, las escenas de la carretera en la huida grabadas en la mente de una niña, y la vida en Saint Larie, un pequeño pueblo de los Pirineos que hoy es una prestigiosa estación de esquí. Años después el regreso a esa patria amarga por la noticia de una amnistía, guiados clandestinamente por la montaña el mismo día que las tropas aliadas desembarcaban en Normandía, con el ladrido de los perros del ejército alemán de fondo sonoro. La llegada y regreso, el contacto con un pastor que tan sólo acertó a intercambiar palabras con mi abuelo en un dialecto hoy posiblemente extinto, la detención, la liberación y volver a empezar en una España hostil. Y el miedo, sobre todo el miedo, que quedó grabado a fuego en la mente de mi abuela y que revivía en sus oraciones durante la transición, cuando las carreras de grises contra estudiantes le despertaban recuerdos: otra vez una guerra no, por Dios, otra vez no.

He visto esa foto y he visto a mi madre, que falleció hace poco más de dos años, y de cuya pérdida me queda ese poso que parece que nos sobreviva. He visto esa foto y he tenido ganas de llorar de rabia, de frustración, de amargura. He recordado los silencios de los que en mi niñez se sentían más viejos de lo que eran, por haber pasado la experiencia de una guerra, los suspiros y el resumen que hacían de aquello: nada peor que una guerra, pero nada peor que una guerra civil.

He visto esta foto hoy, 12 de diciembre de 2017, en esta Europa del siglo XXI que repite la culpa de estas escenas, y se me ha helado esa sangre que siempre identificamos con la familia y el origen, y aunque esa sangre no ha sido nunca mi motivo ni mi razón, aunque me importa una higa que la niña fuera española, o siria, de entonces o de ahora, he sentido una tristeza profunda e infinita.

2 comentarios

  1. Maria · enero 18, 2017

    Me han emocionado tus valoraciones y me han hecho revivir lo que sintieron mis padres emigrando desde italia y el pais vasco a argentina y lo que siento yo como inmigrada en españa ¡¡¡¡

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  2. Lismary · enero 12, 2017

    ¡Qué hermoso relato!!! Un abrazo, Paco.

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