LA BATALLA POR UN DERECHO PENAL IGUALITARIO (y III)

Voy a ver si con una tercera parte soy capaz de explicar lo que quiero, porque estoy convencido de que la idea es bastante simple, pero el onanismo mental de tendencia claramente reaccionaria, se niega a ver personas detrás de una escueta barrera de papel, y contra eso poco se puede hacer.

Hace apenas doscientos años, en el conjunto del mundo mundial (intertextualidad de Manolito Gafotas, para que no se me diga), no regía precisamente la anarquía, ni tampoco una ley de la selva más o menos edulcorada: lo que había era varios sistemas, básicamente dos, ambos muy deficientes, pero con un elemento común. Se basaban en el quién hacía qué, y no en el qué se hacía. Dicho de otra manera, si el hijo del herrero la daba una patada en el culo – por poner un ejemplo no muy dramático – al hijo del Señor conde, al hijo del herrero le caía la del pulpo. Pero si era el hijo del conde quien daba la patada en el culo al hijo del herrero, la cosa se quedaba, en el peor de los casos, en una educativa llamada de atención del Señor conde a su díscolo hijo con la finalidad de hacerle ver que el comedimiento con la plebe es a la larga más beneficioso. Y si no, que se lo dijeran a tantos que habían acabado con su noble cabeza pinchada en lo alto de una plebeya picota, separada para siempre de aquellos pies que tanto habían pateado y de aquel culo que nunca nada había recibido.

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Por otra parte, si el hijo del herrero pateaba las posaderas al hijo del carpintero, algún sistema establecía la comunidad para corregir e impedir tanto pateo, desde no hacer nada y dejar que el más fuerte se llevara la partida – modelo de actuación social ciertamente muy extendido,tanto por las ventajas para la propia vagancia del “nohacernadismo” siempre en voga, como por las desventajas de enfrentarse a los fornidos músculos del herrero– hasta el esquema en que una figura de respeto común por la comunidad reprendiera al pateante con fruición suficiente como para que dejara de ejercitar sus aficiones, al menos en ajenos glúteos. Lo del ojo por ojo fue una forma bastante poco ingeniosa de introducir lo que ahora llamamos el principio de proporcionalidad, que es una cosa también muy interesante, dado que en estos debates siempre hay un listo que piensa: si mi objetivo fundamental es que nadie pegue a otro patadas en parte alguna, pues pongo como castigo cortarle el pie y seguro que a nadie se le ocurre dar más patadas, ni después por motivos obvios, ni antes, por puro cariñico que solemos tener a las extremidades propias. A cualquiera con dos dedos de frente se le ocurre que eso es una salvajada, pero el caso es que si le pegamos un repaso a nuestro código penal veremos que, hoy por hoy, lo del ojo por ojo nos sorprende por lo moderno y proporcionado. Perdón por ponerme serio, pero la vulneración del principio de proporcionalidad en aras de la eficacia de la coerción es una de las tesis fundadoras del fascismo (¡ala, lo que ha dicho!). Y ahí lo dejo.

Retomemos el hilo, que ya se me va el caletre por sus propios fueros, y luego presumo de rienda firme, claro que necesaria, para una mente con tantas ganas de retozar como la mía. No en vano le cedo este blog para darse unos aires de vez en cuando. Creo que con el ejemplo se aprecia la diferencia entre lo que había y lo que se inventó con gran acierto: un derecho penal en el que lo que se tuviera en cuenta no fuera quién hacía la pifia, sino únicamente  cómo fuera esta, y en el que el castigo fuera proporcionado a la pifia en sí, evitando excusas para que se nos colara algún sádico, que de todo hay . Se fueron añadiendo otras garantías que ahora no voy a explicar, que no está uno para tratados ya escritos por mejores plumas.

Y vivíamos tan felices pensando que teníamos esto tan claro, quien lo consideraba algo así como un dogma democrático. Ilusos… La verdad es que entre la teoría y la práctica siempre hubo una distancia considerable, y los milenios que llevábamos practicando las burradas aquellas se nos quedaron como enganchados en las meninges, y siempre fue muy duro para un Ilustrísimo magistrado — al fin y al cabo prototipo del buen orden social — aquello de condenar a un hijo de buena familia por violación de la doncella – ¡qué chicos estos, qué energía! –, en tanto necesario sujetar su mano para reprimir la santa indignación que lo enfervorizaba para hacer caer todo el peso de la ley sobre el plebeyo que se atreviese a deshonrar – sin importar la gozosa voluntad de ésta – la virginal reputación de la niña de los Ruiperez de la Bovedilla.[1]

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Y no, no lo teníamos tan claro, por lo que se ve. Además, esto de la condición humana, que tiene aspectos un tanto rastreros, hace que nos afloren ciertas tendencias no muy saludables, de la que nuestros próceres se aprovechan para manejar el tema a su antojo. A todos aquellos a los que nos han llamado o mirado como plebeyos, chusma, gentuza, por nuestro origen social o económico, que hemos sentido la dureza y el desprecio de esa mirada, e incluso las consecuencias más materiales, que nos hemos humillado para no recibir mayor castigo por no hacer nada, en lugar de hacer lo propio, o sea, defender la igualdad de las personas independientemente de su cuna, origen, raza, religión O NACIONALIDAD, resulta que nos mola  mazo, pero de una forma inquietante y medular, como un gustirrinín que nace en lo más profundo de los huesos y se dirige sospechosamente hacia las gónadas, que nos indiquen que, oh sorpresa, hay otra casta inferior. ¡Y nosotros sin darnos cuenta!. Y en ese momento se nos olvida lo de la igualdad y como tontas marionetas del malevo astroso que con tanta pericia maneja los hilos, nos olvidamos de él, y descubrimos el gozoso regodeo de sentirnos superiores, de pensar que sobre otros deben caer castigos peores que sobre nosotros, por su ser inferior, por su vileza nativa, por su raza, o color, o… por lo que sea, da igual, algo se le ocurre siempre al de los hilos.

Paciencia: por fin termino. Desde unos años a esta parte, en toda Europa, los gerifaltes, élites, casta, o como se quiera llamarlos, nos vienen vendiendo, poco a poco, para que no duela tanto, una rotura de ese principio sacrosanto de la igualdad de derechos, sobre todo en el derecho penal, y nos dicen un día que es que hay unos tíos que no tienen permiso para estar aquí – ¡ya salió el listo preguntando que por qué tienen que tener permiso, me lo echen de clase! –, que si es que no son ciudadanos como nosotros – ¡otro listo que pide que le expliquen qué coño es eso de ser ciudadano!, ¡fuera con él! –, que es que tienen otra cosa distinta, llámese idioma, origen, nacionalidad, religión, color de pelo o forma del ombligo – ¡ese que dice no se qué de la no discriminación, suspendido por interrumpir en clase, coño! – para terminar la perorata metiéndonos el argumento final, igual de mentiroso que los anteriores, de que puesto que están aquí de invitados, tienen obligaciones mayores que los otros de cumplir las mismas normas, o si no qué integración va a ser esta. Y todos tan contentos.

Resultado de imagen de CLASES MAGISTRALESEso sí, no se te ocurra ser de los listos de la clase y contar todo esto que he contado para reivindicar una concepción compleja y con fundamentos históricos y filosóficos del derecho,  que se te despacha rápido llamándote – hay que joderse — populista.

[1] Como me sabéis aficionado al cine, me perdonaréis de vez en cuando una referencia cinéfila, y al respecto me viene a la cabeza “expiación” una película británica del 2007 dirigida por Joe Wright y protagonizada por James McAvoy y Keira Knightley. Está basada en la novela del mismo nombre escrita por el inglés Ian McEwan.

LA BATALLA DE UN DERECHO PENAL IGUALITARIO (II)

Tal como prometí continúo, y continúo hablando de populismos, con la mala leche que se acumula cada vez que oigo la palabreja, sobre todo esgrimida desde ciertas bocas o bocazas.

Allá en los lejanos tiempos en que había quien creía en utopías, o quien simplemente concebía al ser humano más allá de su particular teoría selvática, los teóricos clásicos del Derecho Penal nos legaron doctrinas y teorías, aquellas que ingenuamente mi generación estudió en las facultades, y que llevaba en su ajuar hasta que sólo pudo estamparse con una realidad de cemento armado, condenados a huir del atolladero por la puerta de la decepción, hacia un cinismo cruel de amargo “retrogusto” (esto de acudir a catas de vino para poder privar gratis es lo que tiene, que se aprende mucho vocabulario).

La presunción de inocencia y el in dubio pro reo. Joder qué risas cuando me acuerdo de lo que nos enseñaban en la facultad. Aquello de «más vale poner en libertad a cien culpables que condenar a un solo inocente», que si su doble valor formal y material, que la carga de la prueba… Y lo mejor, lo de que «no existe el delincuente sino sólo el delito», que decía Concepción Arenal. Qué tiempos. En qué estaría pensando la buena señora. Aquí la quería ver yo, lidiando con esta jauría de machos alfa que no saben hablar más que de seguridad ciudadana contra el desgraciado lumpen, mientras nutren la obesidad mórbida de sus cuentas a base de estafas, especulaciones y tráficos varios de toda laya. La presunción de inocencia se pierde en un sistema formado por acomplejados policías, fiscales y jueces, que obsesionados con no ser engañados por esta chusma de medio pelo – jamás ceder en que puedan creerse más listos – prefieren condenar sobre aparatosos artefactos indiciarios plagados de inducciones y deducciones de sainete que absolver sobre la llaneza de la falta de pruebas, tan sana ella, tan generosa, tan sabia. Claro que ya se dijo que la duda era propia de intelectuales, y estos por ahí como que no. Resultado de imagen de carceles de españa

Pero es que vivimos tiempos en que la sabiduría, la reflexión, el logos, o como narices queramos llamarlo, ha quedado demodé. Un tio que piense lo que dice, que diga lo que piense, que calle lo que no sabe, e intente matizar lo que sabe, no es más que un soso, el  aburrido incapaz de animar un debate de tertulia, quizá porque se queda vencido inerme ante la exhibición de demagogia que privilegia la gracieta sobre el argumento, la soflama sobre la coherencia y la arrogancia sobre la información rigurosa.

Escucho las alusiones al sentido común y se me erizan los nervios. Sin duda fue siempre ese el argumento de los que se opusieron a la liberación de los esclavos, la abolición de la tortura, las garantías procesales, la libertad religiosa, de reunión, de asociación, de expresión, de sindicación, de huelga, la igualdad de la mujer, la igualdad de los hombres sin distinguir su lugar de nacimiento… y veo a un petimetre peripuesto de las distintas modas de las distintas épocas preguntarse airado en cada ocasión ¿pero cómo vamos a permitir que …? Para concluir con no menos profundidad filosófica: ¡sería el desastre!.

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Escucho a nuestros próceres decir que hay que proteger las fronteras, que no tenemos más capacidad de acogida, que debemos defender nuestra cultura y estilo de vida, que las ayudas deben ser para los españoles, que cómo vamos a permitir que… y que sería el desastre. Escucho a nuestros próceres justificar una reforma del código penal, de ese código pensado más para robagallinas que para los grandes, de ese código desequilibrado que hace que seamos uno de los paises de la UE con mayor tasa de policía y de población reclusa de la Unión Europea (casi el doble de la que debería por tasa de criminalidad). Escucho las conversaciones de bar vomitando exabruptos sobre la mano dura y, cómo no, hablar de sentido común. Leo que no basta con que en la Ley de extranjería cualquier extranjero que sea condenado por un delito se le expulse con cajas destempladas y no se contemple nada, sino que en ese código penal cualquier extranjero, por el mero hecho de ser extranjero, que sea calificado de delincuente – eso que según Concepción Arenal no existía – será expulsado, por sentido común, sin tener en cuenta su vida, su proyecto, su personalidad, su humanidad. Quizá porque estos conceptos no sean abarcables por el sentido común, quizá porque el sentido común no sea sino una gran mentira, casi tan grande como ser nacional o extranjero.

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